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viernes, noviembre 27, 2009

de prioridades y dolores


Estaba tranquilamente limpiando cuando en un movimiento rápido de la mano me tope con un filo metálico.
Primero el latigazo de dolor en el dedo anular me hizo maldecir y erguirme, luego me agarré la mano derecha con la otra y las levanté para ver cómo manaba un

manantial de sangre roja del corte.
Era un corte pequeño, pero profundo y en una zona donde la sangre fluía rápida y abundantemente. Apenas tuve tiempo de distinguirlo antes de que toda mi mano

se convirtiera en un guante rojo y ardiente.
La palitación del dedo aumentaba y yo reaccioné rápidamente y presioné el corte con un papel. Así pasaron unos minutos, mientras asumía el dolor, pero cuando

levanté el papel vi que el flujo de sangre no había siquiera disminuido. Era una zona complicada para parar la hemorragia.
Entonces creo que fue cuando mi mente se bloqueó.
No tapé de nuevo le dedo. Me quedé observando absorta como la sangre cubría mi dedo, la palma de mi mano, y como el río se dividía en decenas de arroyuelos e

invadían mi brazo y goteaban al suelo.
Es rápida la sangre en su huída del cuerpo. Es como si estuviera cansada de permanecer siempre encerrada en estrechísimos canales en un circuito inmenso,

pero cerrado y tremendamente veloz, con el mismo recorrido monótono durante las décadas que el corazón siga palpitando, sometidas a la tarea de transportar

durante toda su existencia materiales para animar el cuerpo recipiente, para morir y pudrirse no demasiado lentamente una vez el motor principal se detenga.
Así, cuando ve una apertura, por pequeña que sea, por donde salir al exterior, ver la luz y sentirse libre, escapa, corre rauda hacia la pequeña puerta e

intenta salir a toda costa hasta que la coagulación la frene.
Trazar su propio curso y unirse en toda su cantidad en un mismo arroyo salvaje.
En esas cosas pensaba mientras observaba cómo huía de mi interior la sangre, y cómo comenzaba a palidecer la mano, y entonces me percaté de una verdad

importante:
La sangre es la ausencia que más duele. Sentir como se van drenando tus venas y tu hálito se va, ese vacío doloroso desde lo más interno de cada parte del

cuerpo hasta la piel, esa sensación de desgarramiento interior, de desprendimiento, como si te absorvieran el alma atravesándote el pecho, cuando sientes el

frio naciendo en la punta de los dedos y extendiéndose despacio por todo el cuerpo... es lo más terrible que puede conocer el ser humano. Ni siquiera me

estaba planteando la posibilidad de que, si seguía así, moriría desangrada lentamente, y más pronto me quedaría sin fuerzas para reaccionar o razonar. Sólo

observaba la belleza del color rojo sobre mi piel, de cada palpitación al salir el impulso de sangre, tan leve parece que sale de forma continua y regular.

Observaba la gracia de los riachuelos al avanzar y retorcerse por los accidentes del camino.
Observaba toda mi vida en una fuente diminuta.
Me tuve que sentar, estaba debilitándome.
Y entonces me iluminó la Filosofía con otra verdad. Si la ausencia de la sangre en tu interior es lo que más duele, mientras me quede sangre en las venas

tendre retenida dentro de mi una pequeña parte de este cosmos mágico y milagroso, y habrá otro paso que dar hacia delante y hacia arriba. Porque todo lo

demás, es un dolor efímero, lo mismo que la existencia de su causa. Pero la sangre sigue ahi, y cuando no esté ahí, es que estamos muertos.
No recuerdo cuándo cerré los ojos.
Pero los tuve que haber cerrado en algun momento, porque los abrí, y pude ver vagamente, de forma difuminada, las luces del techo.

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